Llegada al Valle de Carranza, o Karrantza. Una inmensidad verde y preciosa que nos acoge con un excelente sol primaveral. Desde que llegamos a Euskadi nos ha acompañado un tiempo perfecto, ¿Será una señal?
Nuestro destino son dos casitas de paja unifamiliares ubicadas en un barrio llamado Cezura, al que llegamos después de muchas preguntas a los habitantes del Valle.
Nos recibe Erika, la dueña de una de las casas; con ella es con quien hasta ahora habíamos estado cruzando mails. Nos espera vestida de faena. Está terminando de rebocar una pared y por la hora que es, nos pide que vayamos dando una vuelta para reconocer el terreno mientras ella aprovecha los últimos minutos del día para terminar su tarea.
Las casitas son un sueño (no ponemos fotos de los interiores por petición expresa de sus dueños, pero son como para darle con un canto en la frente a todo aquel que piensa que bioconstrucción y ruralidad están reñidos con comodidad y belleza).
Las casas
están construidas y super equipadas para la vida, pero nuestros anfitriones
están haciendo una ampliación circular alrededor de la construcción inicial,
que les servirá de estudio para sus trabajos artísticos y sobre todo el ventanal sur será la base de la calefacción bioclimática que
calentará buena parte del interior de la casa.
Mañana empezará nuestra aventura, ya que por ahora nuestro voluntariado en Carranza que comienza hoy, se ha limitado a recoger un termo que Erika dejó en un pueblo por el que pasábamos de camino, tirar la basura y recoger el correo. A cambio, tenemos una habitación de invitados preciosa con cama de matrimonio, una cena riquísima y la espectativa de vivir dos semanas aprendiendo mucho en este valle, que es el mismísimo paraiso.
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